Por el mero hecho de haber nacido Dios nos llama a la santidad y por ello nos toca buscar el perfeccionamiento de nuestro ser en todas sus dimensiones. Los santos se han hecho y se hacen en una época, en un ambiente, en una familia que puede facilitar su santificación.
De Catalina no sabemos la fecha exacta de su nacimiento. Alejandría es su patria histórica. En el año 30 a. c. esta ciudad se convierte en provincia del imperio romano. Y provincia romana seguiría siendo cuando, a finales del siglo III de la era cristiana, pasea por sus calles una joven elegante de noble cuna. Estirpe real. La historia, la tradición, el arte y la leyenda están de acuerdo en transmitirnos este dato como lo están, también, en silenciar el nombre de sus progenitores.
Ahora Alejandría está imbuida de cristianismo. No sabemos quién sería su primer evangelizador aunque, según una tradición antigua, la Iglesia de Alejandría fue fundada por San Marcos.
Clemente (maestro destacado) preside el Didascáleo, la escuela catequística más importante desde finales del siglo II. Allí sienta cátedra Orígenes (erudito, asceta y teólogo). Clemente y Orígenes prosiguen la trayectoria tradicional de Alejandría: armonizar. Ahora, armonizar el cristianismo con la filosofía clásica procurando dar a la doctrina de la Iglesia una base científica.
La rudimentaria escuela de catecúmenos se convertirá en una verdadera escuela de teología cuando toma la dirección de ella San Panteno (filósofo convertido al cristianismo y misionero).
San Dionisio de Alejandría (también convertido al cristianismo y obispo) dará un carácter de palestra abierta al Didascáleo con sus actividades, discusiones públicas y luchas intelectuales frente a las persecuciones de los emperadores romanos Decio y Valeriano que tanto hicieron sufrir.
En este ambiente se desenvuelve la vida breve, pero pletórica de ilusión, de Catalina. Ella reflexiona, medita compara, discute y se ilumina. Osiris y el buey Apis, toda la legendaria mitología egipcia, arranca de sus labios sonrisas compasivas cuando no irónicas, las más de las veces tristes. No puede creer en las almas muertas pegadas a cuerpos momificados.
Le fascinan las ideas elevadas de Platón que analiza a la luz de la razón en su inteligencia penetrante. No le satisfacen. Catalina es cristiana de corazón antes de recibir el bautismo. Tal vez está fresca todavía la impresión causada por Atanasio (obispo de Alejandría) en el sínodo de la ciudad. En la escuela catequética oye las enseñanzas del Obispo Pedro. Rechaza de plano la amarga ideología pagana. El Sermón de la Montaña cautiva su corazón. Las parábolas del Evangelio son el encanto de su lozana juventud. Los milagros y su testimonio incomparable la enardecen y entusiasman. Venera el ejemplo y heroísmo de los mártires del cristianismo que fecunda y fertiliza la Iglesia viva de sus días y de todos los días. Y pese a la amenaza cobarde de emperadores lascivos y gobernantes verdugos, Catalina se hace bautizar.
La ciencia cuando es de verdad, no conoce la hora del exhibicionismo, ni los sabios tienen su tiempo para eso, sino para saber y para que los demás vivan de su ciencia. ¿Qué le importa a Catalina ni su fascinadora belleza física, ni su juventud deslumbrante, ni el oro de que se viste, ni la aristocracia regia de que puede presumir, ni siquiera su profunda filosofía si no es para vencerse a sí misma y convencer a los que la halagan o persiguen? Ella no pretende ser otra cosa más que un resumen, una síntesis, una personificación de todas las armonías. Por eso se conserva vírgen con todas las renuncias que ello supone. Por eso y para eso renuncia a todas las satisfacciones que en bandeja de plata le brinda su sociedad y su alcurnia. Por eso y para eso renunciará si es preciso hasta al placer de vivir. ¿Pero es que acaso Cristo, maestro y esposo virginal, pudo hacer cosa más sublime que armonizar lo humano y lo divino? ¿No es precisamente Él la armonía más perfecta y más armónica del universo? Y esto a golpe de la más absoluta renuncia.
El veneno anticristiano había contagiado también a Galerio. Y Galerio convenció a Diocleciano (emperadores romanos ambos) con argumentos sofísticos y pruebas falsificadas del mal que los cristianos ocasionaban a la unidad del imperio. Galerio publica sucesivamente sus edictos de persecución (303-304), que exigen desde la entrega de libros sagrados, negación de derechos civiles a los cristianos y persecución del clero, hasta condenación de todos los que no se postren ante los ídolos.
Así las cosas, Catalina anima, asiste, fortalece, conforta a los hermanos en la fe. Defiende en público y en privado la doctrina que profesa, envidia a los que han sido hallados dignos de padecer por Cristo y se siente orgullosa de llamarse y ser cristiana.
Triunfaban la virgen Inés, Marceliano y el Papa Marcelino y a su lado el artífice de su conversión Pedro de Alejandría.
Catalina supo resistir y superar el doble fuego de la brutalidad de Maximino (emperador romano). Cobarde en su excéntrica crueldad, ebrio de lascivia, le arrebata sus bienes y le condena al destierro.
Catalina, testigo mudo de tan sanguinaria iniquidad no puede aguantar más. Lo cierto es que, en un gesto victorioso de superación cristiana, Catalina se enfrenta con el césar, no sin antes invocar a la Reina de las vírgenes, paloma blanca de sus ensueños. Las puertas de palacio se abren a la que es descendiente de reyes. ¿Qué pasó allí?
Sin duda le puso en evidencia, con argumentos claros de sana filosofía, la falsedad de sus ídolos inconsistentes. Sin duda también le echó en cara la injusticia manifiesta de sus crímenes absurdos.
Maximino escucha sin palabras la elocuencia concentrada de Catalina que se hace lenguas sobre la verdad única del único cristianismo.
Por primera vez ha bajado la vista humillado y ha refrenado sus garras la pantera indómita del imperio oriental. Las razones obvias, contundentes, la majestuosidad impávida de la filósofa han derrocado su ignorante altanería. “Me gustaría ver cómo te defiendes ante los sabios imperiales”.
Catalina estaba preparada para el combate y acepta imperturbable el reto del césar. De sobra conoce ella la superficialidad de sus contrincantes. Una tradición piadosa refiere que un ángel le anima a discutir. Uno a uno, derrota a los cincuenta filósofos de la corte. Ellos, más elocuentes que su señor, se rinden a la evidencia de las pruebas irrefutables que presenta Catalina y se convierten unánimes al cristianismo.
Las actas de los mártires nos la presentan desde este momento en el calabozo. Dios endureció el corazón de Maximino si es que aún podía endurecerse. Según una tradición reproducida en unas tablas de la escuela de Valladolid, del siglo XVI, Catalina sale de la cárcel y comparece ante el Juez, con disputa sobre la unidad de Dios.
Comprobada la invencible consistencia de sus fundamentos es condenada al suplicio de una rueda de cuchillos. Inútilmente. La fuerza inquebrantable de la fe hace saltar en pedazos las afiladas navajas. Atestigua la tradición que la misma emperatriz, seguida de Porfirio, coronel del ejército, y de doscientos soldados, abrazaban entonces la fe para morir al filo de la espada.
El instinto criminal del emperador no tolera la existencia de su serena vencedora. Un hachazo de rabia secciona la cerviz de la cristiana. Catalina recaba definitivamente la victoria.
Sus restos se guardan y veneran en el monte Sinaí. El Martirologio romano refiere que fueron los ángeles quienes la llevaron en triunfo. Oriente y Occidente invocan su valiosa protección. Los filósofos la aclaman como patrona.
Tomado del artículo de D. Joaquín González Villanueva del Libro año cristiano mes noviembre de la editorial Biblioteca de Autores Cristianos